Despertó en la mañana y el frío intenso de la
noche dio sus últimos suspiros por entre las pequeñas hendiduras del techo. De
esas mismas grietas la luz revelaba el polvo como copitos de oro blanco
suspendidos en el aire. Amanecía en San Francisco de Chiu Chiu y el trinar de
los gorriones era antecedido por el viento. El pequeño Iván hijo de Alina
Zorich irrumpió el silencio con las cumbias de moda. Mamá Tita, la matriarca de
la casa, bostezó entre risas buscando su chaleco inmune al deshilache. Marito seguía en cama, en silencio, disfrutando la
cotidiana escena.
El verano pasó lento entre
carnavales y zambullidas en el río, tal vez el más hermoso que vivió Marito aunque para él sólo fueron días calurosos, fotografías de una carrera
al río y la noche como el velado pero con estrellas, muchas estrellas.
Aquella mañana fría dos
gallinas castellanas de las nueve que habitaban en el patio intentaban entrar
por la puerta trasera de la casa. Marito las correteaba apenas con la
intensión y un leve movimiento corporal.
El aroma de los cuatro huevos frescos rescatados minutos antes de la
gallina estrella inundó la casa despertando al gato y aunque a rayito no le
gustaban los huevos de igual forma agitó la cola como disfrutando ese mágico e
imperceptible momento cuando el crujir del pan recalentado detuvo el tiempo por
unos instantes.
En la mesa, aún con
minúsculos restos de la noche, el vapor del té con menta dibujó siluetas que
dejó contemplativo a Marito. Él recordaba la quema de pastizal del tío Marcial
y ese humo intenso que espantaba a insectos y lagartijas. Alguien tocó a la puerta en el momento exacto
en que todos guardaron silencio. Era Benita, cuidadora de la iglesia.
“Te ganaste la lotería ingrata que ya no vení” dijo mamá Tita preparando la
mesa para otra taza de té. “Es la pierna Tita, la custión no se me pasa”
replicó Benita. “Estás vieja, ¿ya tomaste tecito?” dijo mamá
Tita. “A eso vengo y pa´ una frieguita también” contestó Benita.
El calor de un nuevo día
se colaba entre la gente y el pequeño Iván y todos en la mesa daban un poco de
luz con las palabras. Una conversación cotidiana, las migas repartidas en la
mesa, papá Mario en el potrero, las manos secas, el cosquilleo en la mejilla y
de pronto el recuerdo, el recuerdo llegó a Marito congelándole los huesos. “El lunes entro a la escuela” pensó, y sintió por supuesto que el mundo rodaba por
la mesa, que todos rodaban por la mesa y lo dejaban solo.
El mediodía en Chiu Chiu
es un cerrar y abrir de ojos frente al sol. El parpadeo desliza el exceso de
luz y el fulgor se va al resto de las cosas.
Marito caminaba por las
calles blanquecinas pateando fragmentos de barro seco. No conocía la angustia
hasta entonces, tal vez un par de preocupaciones relacionadas con la salud del
gato y el desteñido de sus pantalones favoritos.
Luego de algunos minutos de
caminata llegó a las tierras de su familia. Ahí estaba papá Mario a punta de
pala y picota recogiendo la cosecha de zanahorias. El viento era más fresco
bajo la sombra del pimiento que observaba a los hombres hacía ya muchos años.
“Sírvase coca mijito y
traiga los vasitos para el resto” dijo papá Mario. Marito sirvió con paciencia
los vasos espumosos de azúcar. Los demás hombres se unieron en silencio bajo la
sombra del árbol.
El viento disminuía su marcha hasta quedar suspendido. “¿Qué
piensan todos?” se preguntó Marito cuando en realidad nadie pensaba nada. Era
vacío, espontánea abstracción de un día similar a los anteriores, llenos de
calma y un gorrión atravesando el silencio.
Desde aquel lugar podía
apreciarse el pueblo; las casitas bajas y sus muros de barro, los pimientos más
altos.
Sólo faltaban un par de
sorbos para que todos terminaran de beber. Marito fue el último cuando oyó su
nombre expandirse desde el pueblo hacia todas las direcciones. “Teléfono para Marito Zorich, teléfono para Marito Zorich” repetía el parlante del único teléfono
de Chiu Chiu. Marito y papá Mario se miraron de frente. Sin decir palabra entendieron el “anda” y el “voy corriendo”
más rápido que al pronunciarlo. Marito trotó tranquilo, llegaría a tiempo antes de que volviesen a
llamar.
Cruzando la entrada
principal del pueblo Marito olvidó por completo su reciente angustia. Le siguieron dos
perros dejando una estela de polvo en el camino.
Colindante a un museo
–jamás inaugurado- se encontraba la pequeña habitación con el teléfono. Marcela
Cavour era la encargada de atender las llamadas y anunciarlas a viva voz en
pleno desierto.
“Hola Marcelita, ¿quién me
llamaba?” dijo Marito. “Tu hermano parece, pero no sé cuál de los dos. Siempre
se me confunden” pronunció Marcela. El teléfono sonó. Contestó Marito.
“¿Aló? Marcos cómo estay.
En el potrero. Pero mejor dile a la mamá. ¿Vas a venir mañana?” decía Marito.
“Chatito, mañana en la mañana estoy por allá y adivina, te acabo de comprar la
corbata pa´la escuela” dijo Marcos.
El sonido de una cumbia
sonó en el aire. Marito recordó la letra: “Cartero por favor, entrégale esta
carta, cartero por favor y dile que la recuerdo”.
Cuando acabó el coro de la
canción Marito se despidió de su hermano. Con paso lento y
cabizbajo avanzó hacia la plaza en dirección a la escuela. Caminó por el
frontis zigzagueando los pilares. “No quiero dejar mi pueblo” pensó, pero nada podía hacer.
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