El viento sopló entre las ramas de los centenarios árboles de la plaza. Sentados en la misma banca dos ancianos miraban el lento caminar de Marito.
Bajo los pies de la iglesia un grupo de turistas españoles fotografiaban incesantes las tumbas que rodeaban el oratorio. Sacerdotes de otro tiempo dormían la siesta eterna arrullados con el sonido del río. Marito curioso de las aparatosas cámaras se acercó simulando un paseo.
“¡Ey chaval!” gritó una turista. “¿A mí?” dijo Juanito.
“Sí, a ti niño acércate ¿cómo estás?, me llamo Conchita ¿y tú? , “Marito”.
“Es un placer, enhorabuena te veo, ven que te enseño a sacar la foto.
Sólo debéis apretar acá y eso es todo”
Con gran delicadeza
similar como cuando llenaba sus palmas de pegamento, dejándolas secar para
retirarlas como piel, Marito tomó la cámara, puso el ojo en el visor, contuvo la respiración y en el momento del “whisky” apareció Natalia detrás
de un árbol deshojado. Inmediatamente devolvió el aparato, caminó nervioso evitando
cruzar mirada con Natalia pero ella no dio un paso, tan sólo Marito lo hizo
rodeando la iglesia sin pensar en encontrarla de nuevo.
Al llegar a la salida
la divisó. Natalia estaba de espaldas, la miró por unos instantes. Su piel de
durazno tostado y su voz levemente ronca le acalambraban los pasos. Pensó que
podría pasar desapercibido. Caminó pero quiso mirarla nuevamente. Se resistió,
se dijo “vamos para la casa mejor” pero volteó la cabeza en el mismo instante
que Natalia. En aquel pequeñísimo momento
recordó la pregunta por la cual muchos compañeros de clases rieron: “¿qué se
ama cuando se ama?” citaba el profesor Antonio al poeta Gonzalo Rojas. ¿Ella
era el amor o el amor soy yo que la quiero a ella? se cuestionó Marito
volviendo a su mente de sopetón y a la misma velocidad la vergüenza. Antes de
enderezar completamente su rostro echó marcha sin imaginar que de frentón
chocaría con el mismo árbol deshojado por el que apareció Natalia. Marito
corrió al río sin escuchar risas.
Al llegar a la orilla algunas
ovejas bebían sedientas bajo el sol incandescente. Entre el balado y el sonido
de las pequeñas cascadas musgosas del río, Marito hizo un espacio y se sentó.
Bajo el agua las algas llamadas “lamas” se movían como verdaderos peces. Sus
movimientos ondulares e hipnóticos parecían contar una leyenda que jamás nadie
escribió. Aún así las aguas eran transparentes y su superficie un espejo de
tono verde claro. Marito lanzó una piedra y una figura apareció, era Jimena la
joven pastora de las ovejas.
“Hola Marito, ¿en qué
andas?” dijo Jimena. “Nah, un poco aburrido eso es todo” contestó Marito.
“¿Aburrido tú? Mejor aprovecha el día no seas tonto” dijo Jimena. “Sí lo
aprovecho pero a veces no hay nada que hacer” replicó Marito. “¿Nada que
hacer? entonces ayúdame a llevar a las ovejas” dijo Jimena. “Te acompaño hasta
arriba no más, ya me quiero ir a la casa”.
Lentamente comenzó el
éxodo. Jimena miraba a Marito con ternura, intuía sus angustias. Años atrás la
joven pastora tuvo que partir del pueblo para completar su enseñanza media pero
regresó antes de terminarla, no aguantó estar lejos del pueblo, lejos del
silencio que crecía allá donde pastoreaba a sus animales, donde pisar el pasto
seco era similar al sonido crujiente de las galletas, donde no hubo una amor
más grande que vivir sin prisa el momento.
El día fue un puñado de
agua y el ocaso llegó como si las nubes apretaran el sol.
El sol se alejó y la
noche llegó con su cara llena de pecas blancas.
Fue un día especial para Marito, diferente al resto de los días que recordaba. A la hora de la cena a
penas dio unas cucharadas a la sopa, tomó al gato y aprovechó los últimos
minutos de luz eléctrica. El motor del
pueblo proveía de electricidad hasta las
11 de la noche sin embargo en ocasiones la vieja máquina fallaba.
Antes de dormir Marito
pensó en la primera vez que conoció a Natalia. Evocó una tarde de otoñó, el día
gris, las calles más vacías de lo acostumbrado, el coro de la escuela ensayando
una canción cuya única estrofa descifrable era “sopla el viento” y aunque no
soplaba el viento en aquella ocasión algo tan ajeno como un copo de nieve en el
desierto cruzó la esquina de la posta rural,
avanzó por un pequeño pasaje , corrió hasta los únicos columpios del
pueblo y en el vaivén del movimiento la observó de arriba a abajo deteniendo su
rostro de ojos cerrados justo cuando estaba más cerca del cielo. Marito se
quedó dormido recordando a Natalia.
Aquella noche papá Mario
olvidó cerrar la puerta de la cocina, oportunidad que aprovechó rayito para
escabullirse por entre la trenza de ajos y el antiguo agujero antes una
chimenea de salamandra. Rayito cruzó la noche sobre el techo de la casa.
Impávido sorteó el frío, se detuvo, miró algunos segundos las estrellas. Bajó
de un saltó hasta un tambor repleto de semillas de zanahorias. Al intentar
llegar al suelo movió levemente un par de botellas vacías de cerveza.
Igualmente impasible siguió su rumbo tan desconocido como ese espacio oscuro
que separa los astros.
El tímido sol del Este
dada sus primeros abrazos. Sobre el campo los hombres comenzaban la jornada.
A contraluz no eran sólo hombres sino perfectos trazos de una pintura; óleos
con picota y vino avanzando entre la tierra sembrada.
El viento frío de la
cordillera se esparcía como un suspiro. Algo mágico ocurría entre las casas del
pueblo al contacto con la fresca brisa. Al menos un integrante por familia
abría los ojos en sincronía con sus vecinos. Marito despertó recordando el
sueño donde entendió el por qué de aquel singular suceso sin embargo, el sonido
de una zampoña lo distrajo y los códigos oníricos desaparecieron. A Marito no
le importó demasiado, prefirió poner atención a la música. Sin echar de menos
al gato miró por la ventana y se dio cuenta que en realidad era el viento el que
orquestaba el sonido.
Las botellas vacías antes
movidas por rayito quedaron de tal forma que la naturaleza se encargo de
tocarlas.
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