Pedimos un deseo a la estrella fugaz
que estalló tras el cerro
y cientos de caballos blancos
con sus melenas hechizadas
nos atravesaron como flechas.
Nos maravillamos.
Miles de granitos de arena,
de oro recién nacido
se acomodaban en tu pelo.
Todo fue lento.
En el fulgor tu deseo se hizo realidad
y tus alas de buganvilias
fueron también pasillos sin fondo.
El tallo reptó la luz.
Colgados en la pared
vimos nuestros rostros
revelados por los capullos
que amablemente se desplegaban.
Tú y yo tomamos distintos caminos
en el laberinto creado.
Confiamos en el amor
porque voluntariamente
decidimos perdernos.
Pero yo guardé mi deseo
como una luciérnaga que escapa al cielo
antes que el fulgor lo borre todo.
Olvidé todas tus formas
y cuando las lámparas se apagan
vuelves brevemente
en la luz que retrocede
por los muros y el tiempo.
Pero a ti no te olvidé
ni aun el más alto hechizo pudo borrarte.
Y no sé si ese fuera mi deseo
pero sé que tú estás en el
como los invisibles nos miran
desde su lado de la mesa
cuando cerramos la puerta para irnos
y la luz colorada del ocaso
tiñe el agua de sus ojos vivos.
Quisiera que recuerdes tú también
que seas la pluma desprendida del alambre
lo casual
lo inevitable
el sonido que dispersa a la palomas
el último recuerdo de un buen sueño
la estrella divisada
que no desaparece,
que nunca fue fugaz.